Ya todo me da igual. Soy el fantasma entre el humo. La nube azotada por el viento.
He llegado a una superficie profunda y todavía siento todo lo que hay que excavar. Me encuentro en tinieblas, a tientas ando sin mirar. Más he comprendido adónde me conduce tanto sentimiento y he visto hacia dónde corre el torrente de mi fuente: a la nada. Yo soy, ya, nada. Nada es lo que yo soy. He destruido lo que eleva este globo, sólo caigo y caigo más y más.
¡Despojarse de sí suena tan horrendo! He suprimido mi ego: sólo siento tu pesar. Ahora entiendo, tanto, tu aflición. La respeto: conocer a tu enemigo acaba por hacerlo amar. Amo y respeto tu pesar, con la misma intensidad, con la que amo y respeto el mío. O quizás no.
Lo tengo asido entre mis manos, ¡qué pena que duerma aún en tu corazón! Me debato entre dos salidas: dejarme caer hasta dónde me lleve la gravedad o cerrar las puertas y tratar de remontar.
El futuro decidirá. Como he dicho, no tengo nada, ni nada sé ya qué pensar.
martes, 2 de septiembre de 2014
A fuer de seguir vivo
Huelo a descuido. A deshecho. A sangre derramada. A moco.
En mi casa vive el monstruo. Halla alimento en mi divagar. Y, si siento lo que siento, ahí está él, hiriendo sin piedad. Pensé en haberlo expulsado. Pensé que se había marchado, al fin, fuera de mí. Más cada día regresa para recordarme: <<no soy yo el que duele, sino tu corazón el que está dañado>>.
Las horas son eternas; los minutos sin determinar. Pasan tanto como permanecen, no cambian, no mutan. Mueve sus manecillas, el reloj. Dice adiós, quizás, al tiempo. Atrae el movimiento, de quien espera sin esperar.
Quise cambiar el hábito y lo oculté. Me resguardé en lo más hondo que pude encontrar: mis dedos, mis manos, mi cabeza y corazón, puestos sobre la mesa, apuntalados con un punzón. Ya nada me exhibe, aunque sean mis ojos el portal.
Pagaría por hablar con un hada, embaucarla de este sin-estar. Transferirle mis entrañas y decir: adiós, ya no volverás. Hacer milagros es su hado, habría de pedirle su compasión: ¡cúrale, cúrame; cúranos del ramillaje veraniego, henchido de desazón; crecido en el ocio, regado por el disgusto y la pasión!
Vamos, hermoso, hincha tus plumas al despertar. La desidia que sientes ¿cuándo ha de terminar? No aferres tanto lo que se ha de escapar. La vida es un sueño, te espero en el mundo real.
Vuelven mis palabras a ser escritas, vuelve la necesidad de expresar. Ha tanto tiempo mi poema cortado el vuelo, ahora he de traerlo para darle un final. Decía:
He ahí cómo yerro sin errar: ya no disfruto, pues ya no vivo, como Descartes no es sin pensar.
Hoy diría, al postrero tiempo:
En mi casa vive el monstruo. Halla alimento en mi divagar. Y, si siento lo que siento, ahí está él, hiriendo sin piedad. Pensé en haberlo expulsado. Pensé que se había marchado, al fin, fuera de mí. Más cada día regresa para recordarme: <<no soy yo el que duele, sino tu corazón el que está dañado>>.
Las horas son eternas; los minutos sin determinar. Pasan tanto como permanecen, no cambian, no mutan. Mueve sus manecillas, el reloj. Dice adiós, quizás, al tiempo. Atrae el movimiento, de quien espera sin esperar.
Quise cambiar el hábito y lo oculté. Me resguardé en lo más hondo que pude encontrar: mis dedos, mis manos, mi cabeza y corazón, puestos sobre la mesa, apuntalados con un punzón. Ya nada me exhibe, aunque sean mis ojos el portal.
Pagaría por hablar con un hada, embaucarla de este sin-estar. Transferirle mis entrañas y decir: adiós, ya no volverás. Hacer milagros es su hado, habría de pedirle su compasión: ¡cúrale, cúrame; cúranos del ramillaje veraniego, henchido de desazón; crecido en el ocio, regado por el disgusto y la pasión!
Vamos, hermoso, hincha tus plumas al despertar. La desidia que sientes ¿cuándo ha de terminar? No aferres tanto lo que se ha de escapar. La vida es un sueño, te espero en el mundo real.
Vuelven mis palabras a ser escritas, vuelve la necesidad de expresar. Ha tanto tiempo mi poema cortado el vuelo, ahora he de traerlo para darle un final. Decía:
Hace tiempo que no escribo
no necesito hacerlo
me dedico a seguir vivo
disfrutando del momento.
Hoy diría, al postrero tiempo:
He vuelto a la escritura,
he vuelto a meditar.
Tanto quise parar el tiempo,
a fuer de olvidar
no encuentro ya consuelo
de tan consciente suicidar.
Siga vivo o siga muerto
siga queriendo olvidar
ahora quizás parar el tiempo
no es más locura que volar.
Hállote en el recuerdo
prívenos la muerte de en su seno rematar.
Sombra de lo que fuimos
somos
Tan cargados como la mula al
arar.
lunes, 1 de septiembre de 2014
Id est
Necesito hacer algo. Necesito salir, necesito hablar, necesito reír o llorar...
Quiero que esta historia alcance un final. Y he de decirte que no deseo que salga mal.
Más no puedo. No puedo luchar contra tus sentimientos y contra los míos, enfrentados. No puedo cargar más de lo que soporto, o quizás sí. Si pudiese, si quisiese, si supiese... si tan sencillo fuese como mirar hacia atrás. ¡Cuánto hemos reído hasta reventar!
Siento el miedo invadiendo mi interior. Paso a paso, salto a salto. Es miedo a perdernos y miedo a sufrir. Miedo a llorar tanto... Ojalá fuese tan sencillo de expresar.
Quizás el mejor modo de comenzar una historia es el principio. El mío es bien simple: sufro. Sufro por no tenerte conmigo, por olvidarnos en la distancia y mismo en el olvido. Duele tanto como aflige el corazón, por horas, por minutos, por segundos. Cada día es una lucha, cada minuto un recordar. Y, ante ésto, siento miedo. Te tengo presente durante la jornada ansiando tenerte delante durante la noche. Es tan sencillo como querer tener contigo, un hermoso final.
No sé ni qué escribo. No sé ni qué digo. No sé ni qué he de hacer.
Hablamos, y ésto se convierte en tedioso. No quisiera propasarme, no quisiera inmiscuirme. Sólo anhelo lo que ya no poseo, lo que ya desconozco, lo que se ha ido ¿para volver?: a ti. Es así cómo yo lo veo:
Tu entorno contiene dos ambientes tan dispares como similares. Y tan tuyos como tú mismo. El seno de tu matriz te aporta calidez y bienestar. Seguridad, tranquilidad, personalidad. Allí se esconde el silencio; allí se cobija la calma. Es un frondoso bosque de avellanos por el que fluye el río de la tranquilidad. Como el bosque mismo, sus frutos de amor en ocasiones son movidos por el viento. Oscilan, vienen, van y, aunque en movimiento, poco se desplazan de su lugar natural.
Este verde campo, sembrado de fuertes troncos contiene, asimismo, lo que contienen todos los bosques. En la noche y, mismo durante el día, el aire de su interior permanece puro, frío, impermeable a la temperatura y humedad exterior. Pisar sus entrañas significa abrazar lo natural más, por su misma naturaleza, sólo allí se respira lo que bajo las copas el avellano trata de guardar.
Tu otra compañera de viaje es Filía. Ella te acompaña en el sol y en la luna, fuera del amor filial. Ella extrae el oro que encuentra en tu corazón, extrae de tu garganta la voz jocosa de la diversión. Y, junto a su amigo Dionisio, conducen tu alma al despertar de la fervorosa pasión del vivir.
Vuestros viajes por el verdoso océano os llevan aquí y allá. Mucho más movidos de lo que un árbol, como fruto, da. Consentís el silencio y el jolgorio, el compartir más que el dar...
En esta isla de montaña y mar, yo no podría sino dejar de encontrar un lugar. Cuando arribé a tus costas, recorrí e investigué las dos caras maniqueas del lugar. Miré a los ojos a Jano, a cada par de ellos. En ambos te vi reflejado. En aquellos cuatro cristalinos de guerra y paz encontré partes de tu personalidad. Me alegré profundamente. Más... todo ha de terminar.
En mi costa hubo un temporal. Árboles, rocas, playas... todos fueron arroyados por el huracán. Llegaron días de lluvia, que no faltan en mi lugar natal y, sin nada, sin vecinos del alma a quiénes saludar, pedí asilo en tu recóndito mar. Y el asilo llegó. Hube de pescar. Si yo no pescaba, ¿quién lo haría por mí?
La sociedad que me encontré era ciertamente dispar. Pensé: ¡Es mi mundo! ¡Es mi mundo, el que no se sabe organizar! Ahora comprendo que no era del todo cierto tal divagar.
Finalmente, si es que existe un final, al igual que con cualquier choque cultural, dicta el etnocentrismo: no soy yo, sino tú, quién hace las cosas mal.
Regresé a mi tierra. Y, sin embargo, sin patria ni hogar. Yo no encajaba ya en parte alguna, ¿quién sabe si en algún otro lugar?
Aquel bosque me daba aire puro, pero me deprimía su unilateralidad. De Filía y Dionisio (¡oh, bellas naturalezas para observar!) pronto me cansó su impenetrabilidad, curiosamente.
Ahí es dónde estás. Mi error, entre los que tuve, fue pedir asilo cuando los míos me necesitaban tras el vendaval.
Tu único delito es haber penetrado tanto el centro de la Tierra que, ahora, al salir... ¿cuánto dolerá?
Los apátridas por obligación jamás nos cuesta comenzar. Ni despedir. Ni reparar. Ni soportar. Ni reír o llorar. En cambio, tú tendrás que recordar de nuevo. Habrás de dar cuerda al reloj tanto tiempo después. Hades te había conducido tan profundo que, ver la luz del sol, y percatarte de su dureza, duele. Duele hasta querer arrancar, de cuajo y sin esperar, los ojos de sus cuencas y volver a caer, dejarse rodar. Es, como si dijéramos, anhelar volver al sueño, del que no se quiere despertar.
Quiero que esta historia alcance un final. Y he de decirte que no deseo que salga mal.
Más no puedo. No puedo luchar contra tus sentimientos y contra los míos, enfrentados. No puedo cargar más de lo que soporto, o quizás sí. Si pudiese, si quisiese, si supiese... si tan sencillo fuese como mirar hacia atrás. ¡Cuánto hemos reído hasta reventar!
Siento el miedo invadiendo mi interior. Paso a paso, salto a salto. Es miedo a perdernos y miedo a sufrir. Miedo a llorar tanto... Ojalá fuese tan sencillo de expresar.
Quizás el mejor modo de comenzar una historia es el principio. El mío es bien simple: sufro. Sufro por no tenerte conmigo, por olvidarnos en la distancia y mismo en el olvido. Duele tanto como aflige el corazón, por horas, por minutos, por segundos. Cada día es una lucha, cada minuto un recordar. Y, ante ésto, siento miedo. Te tengo presente durante la jornada ansiando tenerte delante durante la noche. Es tan sencillo como querer tener contigo, un hermoso final.
No sé ni qué escribo. No sé ni qué digo. No sé ni qué he de hacer.
Hablamos, y ésto se convierte en tedioso. No quisiera propasarme, no quisiera inmiscuirme. Sólo anhelo lo que ya no poseo, lo que ya desconozco, lo que se ha ido ¿para volver?: a ti. Es así cómo yo lo veo:
Tu entorno contiene dos ambientes tan dispares como similares. Y tan tuyos como tú mismo. El seno de tu matriz te aporta calidez y bienestar. Seguridad, tranquilidad, personalidad. Allí se esconde el silencio; allí se cobija la calma. Es un frondoso bosque de avellanos por el que fluye el río de la tranquilidad. Como el bosque mismo, sus frutos de amor en ocasiones son movidos por el viento. Oscilan, vienen, van y, aunque en movimiento, poco se desplazan de su lugar natural.
Este verde campo, sembrado de fuertes troncos contiene, asimismo, lo que contienen todos los bosques. En la noche y, mismo durante el día, el aire de su interior permanece puro, frío, impermeable a la temperatura y humedad exterior. Pisar sus entrañas significa abrazar lo natural más, por su misma naturaleza, sólo allí se respira lo que bajo las copas el avellano trata de guardar.
Tu otra compañera de viaje es Filía. Ella te acompaña en el sol y en la luna, fuera del amor filial. Ella extrae el oro que encuentra en tu corazón, extrae de tu garganta la voz jocosa de la diversión. Y, junto a su amigo Dionisio, conducen tu alma al despertar de la fervorosa pasión del vivir.
Vuestros viajes por el verdoso océano os llevan aquí y allá. Mucho más movidos de lo que un árbol, como fruto, da. Consentís el silencio y el jolgorio, el compartir más que el dar...
En esta isla de montaña y mar, yo no podría sino dejar de encontrar un lugar. Cuando arribé a tus costas, recorrí e investigué las dos caras maniqueas del lugar. Miré a los ojos a Jano, a cada par de ellos. En ambos te vi reflejado. En aquellos cuatro cristalinos de guerra y paz encontré partes de tu personalidad. Me alegré profundamente. Más... todo ha de terminar.
En mi costa hubo un temporal. Árboles, rocas, playas... todos fueron arroyados por el huracán. Llegaron días de lluvia, que no faltan en mi lugar natal y, sin nada, sin vecinos del alma a quiénes saludar, pedí asilo en tu recóndito mar. Y el asilo llegó. Hube de pescar. Si yo no pescaba, ¿quién lo haría por mí?
La sociedad que me encontré era ciertamente dispar. Pensé: ¡Es mi mundo! ¡Es mi mundo, el que no se sabe organizar! Ahora comprendo que no era del todo cierto tal divagar.
Finalmente, si es que existe un final, al igual que con cualquier choque cultural, dicta el etnocentrismo: no soy yo, sino tú, quién hace las cosas mal.
Regresé a mi tierra. Y, sin embargo, sin patria ni hogar. Yo no encajaba ya en parte alguna, ¿quién sabe si en algún otro lugar?
Aquel bosque me daba aire puro, pero me deprimía su unilateralidad. De Filía y Dionisio (¡oh, bellas naturalezas para observar!) pronto me cansó su impenetrabilidad, curiosamente.
Ahí es dónde estás. Mi error, entre los que tuve, fue pedir asilo cuando los míos me necesitaban tras el vendaval.
Tu único delito es haber penetrado tanto el centro de la Tierra que, ahora, al salir... ¿cuánto dolerá?
Los apátridas por obligación jamás nos cuesta comenzar. Ni despedir. Ni reparar. Ni soportar. Ni reír o llorar. En cambio, tú tendrás que recordar de nuevo. Habrás de dar cuerda al reloj tanto tiempo después. Hades te había conducido tan profundo que, ver la luz del sol, y percatarte de su dureza, duele. Duele hasta querer arrancar, de cuajo y sin esperar, los ojos de sus cuencas y volver a caer, dejarse rodar. Es, como si dijéramos, anhelar volver al sueño, del que no se quiere despertar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)