lunes, 1 de septiembre de 2014

Id est

Necesito hacer algo. Necesito salir, necesito hablar, necesito reír o llorar...
Quiero que esta historia alcance un final. Y he de decirte que no deseo que salga mal.

Más no puedo. No puedo luchar contra tus sentimientos y contra los míos, enfrentados. No puedo cargar más de lo que soporto, o quizás sí. Si pudiese, si quisiese, si supiese... si tan sencillo fuese como mirar hacia atrás. ¡Cuánto hemos reído hasta reventar!

Siento el miedo invadiendo mi interior. Paso a paso, salto a salto. Es miedo a perdernos y miedo a sufrir. Miedo a llorar tanto... Ojalá fuese tan sencillo de expresar.

Quizás el mejor modo de comenzar una historia es el principio. El mío es bien simple: sufro. Sufro por no tenerte conmigo, por olvidarnos en la distancia y mismo en el olvido. Duele tanto como aflige el corazón, por horas, por minutos, por segundos. Cada día es una lucha, cada minuto un recordar. Y, ante ésto, siento miedo. Te tengo presente durante la jornada ansiando tenerte delante durante la noche. Es tan sencillo como querer tener contigo, un hermoso final.

No sé ni qué escribo. No sé ni qué digo. No sé ni qué he de hacer.

Hablamos, y ésto se convierte en tedioso. No quisiera propasarme, no quisiera inmiscuirme. Sólo anhelo lo que ya no poseo, lo que ya desconozco, lo que se ha ido ¿para volver?: a ti. Es así cómo yo lo veo:

Tu entorno contiene dos ambientes tan dispares como similares. Y tan tuyos como tú mismo. El seno de tu matriz te aporta calidez y bienestar. Seguridad, tranquilidad, personalidad. Allí se esconde el silencio; allí se cobija la calma. Es un frondoso bosque de avellanos por el que fluye el río de la tranquilidad. Como el bosque mismo, sus frutos de amor en ocasiones son movidos por el viento. Oscilan, vienen, van y, aunque en movimiento, poco se desplazan de su lugar natural.

Este verde campo, sembrado de fuertes troncos contiene, asimismo, lo que contienen todos los bosques. En la noche y, mismo durante el día, el aire de su interior permanece puro, frío, impermeable a la temperatura y humedad exterior. Pisar sus entrañas significa abrazar lo natural más, por su misma naturaleza, sólo allí se respira lo que bajo las copas el avellano trata de guardar.


Tu otra compañera de viaje es Filía. Ella te acompaña en el sol y en la luna, fuera del amor filial. Ella extrae el oro que encuentra en tu corazón, extrae de tu garganta la voz jocosa de la diversión. Y, junto a su amigo Dionisio, conducen tu alma al despertar de la fervorosa pasión del vivir.

Vuestros viajes por el verdoso océano os llevan aquí y allá. Mucho más movidos de lo que un árbol, como fruto, da. Consentís el silencio y el jolgorio, el compartir más que el dar...

En esta isla de montaña y mar, yo no podría sino dejar de encontrar un lugar. Cuando arribé a tus costas, recorrí e investigué las dos caras maniqueas del lugar. Miré a los ojos a Jano, a cada par de ellos. En ambos te vi reflejado. En aquellos cuatro cristalinos de guerra y paz encontré partes de tu personalidad. Me alegré profundamente. Más... todo ha de terminar.

En mi costa hubo un temporal. Árboles, rocas, playas... todos fueron arroyados por el huracán. Llegaron días de lluvia, que no faltan en mi lugar natal y, sin nada, sin vecinos del alma a quiénes saludar, pedí asilo en tu recóndito mar. Y el asilo llegó. Hube de pescar. Si yo no pescaba, ¿quién lo haría por mí?

La sociedad que me encontré era ciertamente dispar. Pensé: ¡Es mi mundo! ¡Es mi mundo, el que no se sabe organizar! Ahora comprendo que no era del todo cierto tal divagar.

Finalmente, si es que existe un final, al igual que con cualquier choque cultural, dicta el etnocentrismo: no soy yo, sino tú, quién hace las cosas mal.

Regresé a mi tierra. Y, sin embargo, sin patria ni hogar. Yo no encajaba ya en parte alguna, ¿quién sabe si en algún otro lugar?

Aquel bosque me daba aire puro, pero me deprimía su unilateralidad. De Filía y Dionisio (¡oh, bellas naturalezas para observar!) pronto me cansó su impenetrabilidad, curiosamente.

Ahí es dónde estás. Mi error, entre los que tuve, fue pedir asilo cuando los míos me necesitaban tras el vendaval.

Tu único delito es haber penetrado tanto el centro de la Tierra que, ahora, al salir... ¿cuánto dolerá?

Los apátridas por obligación jamás nos cuesta comenzar. Ni despedir. Ni reparar. Ni soportar. Ni reír o llorar. En cambio, tú tendrás que recordar de nuevo. Habrás de dar cuerda al reloj tanto tiempo después. Hades te había conducido tan profundo que, ver la luz del sol, y percatarte de su dureza, duele. Duele hasta querer arrancar, de cuajo y sin esperar, los ojos de sus cuencas y volver a caer, dejarse rodar. Es, como si dijéramos, anhelar volver al sueño, del que no se quiere despertar.




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